Creo que entre un paciente y otro me acerqué a donde estaba mi marido mirando por TV la Cadena Nacional. Le di un beso y me pareció oír que la Presidenta hablaba de la ley antiterrorista.
Como estaba atendiendo volví al consultorio.
Tal vez me lo debe de haber comentado alguno de los que concurrieron por la tarde.
Lo cierto es que esa noche mi marido invadió mis sueños persiguiéndome para matarme.
Dudé de mí capacidad de juzgar a las personas. ¿Cómo no percibí que era un psicópata, que simuló todo el tiempo que me amaba y lo único que pretendía era mi ruina?
Desperté transpirada, con taquicardia, con el monstruo perseguidor durmiendo pacíficamente a mi lado.
Lo miré. Juré que siempre había sido amable, solidario, compañero, cariñoso, buena persona, generoso, un hombre cabal.
Cuando se agotaron los adjetivos positivos, volví a dormir. Convencida por mis propios argumentos.
La sorpresa se descolgó por la tarde, cuando varios pacientes más me preguntaron por qué habían tenido sueños persecutorios. O premoniciones terroríficas.
Uno de ellos, con una clara ideología de compromiso social, no había pegado un ojo por la noche, una vez que la pesadilla inquietó su mente.
Estaba perturbado, sobre todo, porque no recordaba el contenido del sueño.
Como era hombre racional, le preocupaba que no entendía por qué, a él, lo alteraba un simple sueño.” ¿Por qué me desvelé y no pude volver a dormirme más? “
Le propuse que asociara qué restos diurnos podrían anteceder al clima persecutorio de su sueño. Qué le había pasado ese día, el anterior o en alguna otra situación que resonara en su memoria.
No encontró nada. Sólo que esa semana había sido un maratón de trabajo, compromisos laborales, responsabilidad ante un familiar enfermo, reclamos placenteros pero exigencias al fin de su pareja.
“Por ser nada es bastante”, le dije.
Prometió descansar.
Allí recordé que una de las teorías sistémicas refiere al dormir como a una gran goma de borrar en el cerebro que nos permitimos por la noche. Esa borratina tiene por función transformar el cosmos de los horarios y las obligaciones diarias reguladas por convenio social, en un caos, donde todo es confuso, pierde su sentido y permite que el cerebro descanse.
“¿Cómo va a descansar el cerebro si tengo una pesadilla?”, me respondió con sensatez.
Me repuse de tan inteligente pregunta y respondí, esgrimiendo mis armas sistémicas:
“Es posible que a tal grado de exigencia diurna requieras un estímulo terrorífico muy intenso para distraerte de los compromisos cotidianos. Ahora estás más preocupado por tu pesadilla que por las cosas que tenés que hacer mañana. El objetivo está cumplido. Te descentraste del agobio de la rutina. Dale las gracias a tu cerebro.”
Aún no quedó satisfecho.
“Pero, la próxima vez que me pase, ¿qué debo hacer?”, casi rogó.
Abandonando toda ortodoxia, le confesé:” A mí a la noche me pasó lo mismo. Soñé un disparate. Que mi marido me quería matar. Lo que hice es conversarme, recurriendo a todo lo que yo sabía de él y de mí.”
“Además, usé al aliado más antiguo que tengo en mi haber: mi cuerpo. Cuando estoy alterada y no puedo dormir por las obligaciones del día siguiente o por presagios de la vida sin garantías, me apoyo en el colchón sobre el flanco izquierdo, me siento protegida por las mantas, estiro mi cuerpo y percibo que la cama me protege, que me quiere como una madre cariñosa. Mi almohada china en forma de herradura toca mi coxis con su brazo largo y murmuro “mamita, mamita”.
Esas descripciones le gustaron y se prometió adaptarlas a sus necesidades.
Comprendió que el yo corporal es nuestro custodio. Y que las fuentes corporales de placer eluden toda tiranía.”¡Volvé a dormir! ¡No hay peligro!,” nos dicen.
Y les creemos para beneficio de nuestra supervivencia.
Otra de terror
Al rato cayó una persona que apuesta que todos somos buenos, que ella es muy buena y que debe comportarse con todos los seres humanos de la misma manera.
Pone la otra mejilla. Pero sigue poniéndola hasta que le queda violácea de los golpes, no físicos sino morales, que le propina su novio.
Pero esa tarde estaba entre asustada e ilusionada porque quien fue su pareja y ya no lo era,
la llamaba al trabajo, lugar vedado para él.
Consciente de mi tarea preventiva en la relación de la pareja humana, me cupo el triste papel de preguntarle si le gustaba que la maltrataran. Como lo negó le propuse que pensara qué podía hacer para salir de ese circuito de violencia, de amenaza velada. Del perseguidor que está al acecho. Así lo siente ella. Desde hace un tiempo, a instancias de todos sus familiares y amigos, optó por separarse de él, luego que la insultó vilmente.
Al tiempo vino la primavera del circuito de la violencia. Ahora él quiere reanuda el romance.
Recordemos que el maltratador es un dulce para seducir. Es un amargo cuando no se tolera a sí mismo en su pobreza espiritual pero como no sabe quién es él, cree que la defectuosa es quien lo acompaña y lo contiene. La agrede. Ella a veces rompe el vínculo. Él se arrepiente. Pide perdón, promete que nunca más será violento. Ella se conmueve y lo perdona .El romanticismo vuelve a reinar entre ellos. Y al tiempo, cuando todo parecía encaminado, ante una nueva frustración, ya que él resiste el aprendizaje, vuelve a repetir sus fechorías .Nueva escena de violencia verbal, física o moral. A veces todas. Felizmente en este caso, sólo moral, pero sobre un ser débil que no advierte el riesgo que corre, y ante quien tengo miedo de no poder protegerla de sus propios fantasmas destructivos que la llevan a la boca del lobo.
Ahora, después de la ruptura, ella dice que él la llama cuando antes retaceaba hacerlo, que la espera cuando hasta ese momento lo eludía porque era bastante cómodo para ir a su encuentro.
Me dio terror el peligro invisible que esta mujer no podía reconocer por su idealización del vínculo humano, porque tiene una escasa autoestima, y por el sometimiento a esta fuerza del mal representada por un pobre tipo que no conforme con haberse hecho daño a sí mismo, dispersa su conducta destructiva en los que lo quieren ayudar.
Pero a mí me importaba ella.
Le dije: “Tengo miedo yo porque vos no te animas a tenerlo. Te niegas a emplear tus propios recursos defensivos ¿Temés tener algo siniestro si te defiendes de esa relación enferma? Vamos a trabajar juntas para que aprendas a quererte y a cuidarte. “
En eso estamos.
¡Mamita!¡Mamita!
Terrores primarios.
La ingeniosa psicóloga inglesa de niños Melanie Klein describió la etapa paranoide o persecutoria y la ubicó en los primeros momentos de la vida.
El infante humano depende en un todo del adulto que lo cría, habitualmente su madre.
Pero ningún cuidado materno es perfecto ni está sintonizado al cien por cien con las necesidades del bebé. Por lo cual la persecución de su cuerpo orinado o sucio por sus propios excrementos, sufre hasta que lo cambien.
El estómago lo siente intensamente vacío por el hambre que aparece como un monstruo con sensaciones corporales que no sabe regular. Y ese pecho que no llega sino cuando puede, y no cuando él quiere.
Los rostros cambiantes. Los sonidos que lo inundan. Todo converge a un mundo persecutorio que aunque pasen los años, no nos lo desprendemos nunca totalmente y que reaparece cuando estamos flojos de entusiasmo.
El estado paranoide no desaparece jamás. Significa castigo por desear, por pedir intensamente lo que no tenemos.
Se intensifica en algunos individuos ante el miedo a la muerte. Genera terror en los cuadros psicóticos de la psicopatología
Se actualiza en otros a la hora de dormir. Cuando estamos más solos y desprotegidos, como cuando éramos pequeños.
Y, para quienes tenemos memoria histórica porque vivimos muchos años en el país, se revive cuando una palabra que trata de ser protectora de parte de la Presidenta ,( “ley” )es seguida de otra que trae reminiscencia de cadáveres y sadismo (“antiterrorista”)
No me ayudes, mamita con discursos. Ayúdame con hechos. Cobíjame bajo tu seguridad acogedora.
Quiero dormir sin terror.